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El problema de tus cosas y mis cosas

Por ahora no miro tu ropa. Solo toqué tu salida de baño. Está colgada en el perchero de pie. A mano, fuera del vestidor. Las peras que metiste en la heladera hace once días se ven perfectas. Pensé en hacer una torta invertida con caramelo y llevársela a los chicos. Mejor no. Algo que debería estar en un estómago que ya no existe, no debería existir en ningún otro. Las voy a tirar. Ayer agarré el secador de pelo, lo enchufé y se quebró. Salió olor a quemado. El mango de un lado, la parte del motor del otro. Lo desenchufé. Me gustó que se rompiera.  Sin causa aparente, sin haber anunciado su final. Lo voy a poner en el tacho junto con las peras. No le quiero informar de tu muerte a nadie. Tarde o temprano se van enterando en el barrio.
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Lo cuento ahora.

Fue rápido. Expeditivo. Como a vos te hubiese gustado. No fui yo. Fue Tomás. Me dijo que el trámite fue sencillo. Él quería hacerse cargo de los gastos. Vos no lo hubieses permitido. Te devolvieron en una urna con un cristo de metal que Tomás despegó con furia. Creo que no tenías idea que te ibas a morir en menos de una semana. Yo tampoco. No sé dónde está la urna ni lo quiero saber. No querías sepultura, no querías velorio. Así se hizo. Sé que hubo gente en casa. Entraron, me abrazaron, compraron comida. Me llenaron la heladera. Hay comida para pudrirse. Alguien del sur se hizo mil doscientos quilómetros por nada. Seguro que hubiese querido tener un papel protagónico en el espectáculo. ¡Y nosotros, con tan poco para ofrecerle! No me gustan los signos de exclamación. Acá van bien, pero en general no me gustan. Ninguna cosa que te evoque tendría que tener signos de exclamación. Un tipo tan para adentro, con reservas, como vos, con poca inclinación a la sorpresa, no deb